martes, 29 de abril de 2008

Seres imprescindibles


En mi pueblo había un sabio, siempre sentado en la plaza en una silla mecedora de madera crujiente y que se pasaba horas escrutando los montes con sus profundos ojos. Sólo con un gesto o una mirada podía enseñar lecciones. Era de ese tipo de personas que no necesitaba palabras para enseñar, y sólo las usaba cuando tenía algo que decir mejor que el silencio. Mirándole de refilón ya sabías que entre el humo de su inseparable pipa viajaban miles de pensamientos profundos y de amargos recuerdos.

Un día y sin mirarme a los ojos, con un suave gesto me invitó a que me acercara. Sin perder la vista de las águilas que volaban en círculos sobre los montes me dijo: "si algún día paseas por el monte y ves un ave muerta, una flor pisada, o rastros de sangre, no prosigas tu camino como si nada hubiera pasado. El rostro de la muerte siempre tiene un significado que nos obliga a usar los ojos para mirar de manera diferente y a dirigir nuestros pasos hacia otro camino".

En ese momento cerró los ojos y los oculto bajo la solapa de su sombrero. Descansó, y al día siguiente no estaba ahí. Todo el pueblo lo tomó como algo normal. "Ya aparecerá, algún asunto tendrá". Pero algo en mi corazón me diría que no volvería. Miré a las montañas y el vuelo de las águilas era diferente, no sé en qué, pero era diferente. El monte que parecía mirar siempre a la plaza parecía mirar ahora a otro lugar lejano, menos tangible y más profundo que este.

Y yo sé que algún día, viejo amigo, nos reencontraremos donde vuelan las viejas águilas para asegurarnos de que la vida vuela más alto que la sangre derramada.